“- ¿Serías capaz de suicidarte?
- Naturalmente –le respondió el cura.
- Pero eso es pecado. Un pecado mortal.
- El peor pecado es que alguien, sea
quien sea, consienta en que tengamos que padecer lo que estamos padeciendo. O
lo que yo he padecido en aquella salina. Quien consiente tal cosa no tiene
derecho a esperar que se respeten sus leyes.
- Suena a blasfemia.
- Blasfemar constituye siempre el último
recurso. Estoy cansado de huir y de esconderme; de vivir peor que la más
miserable de las bestias; de pasar calor, hambre y sed. Y sobre todo de saber
que me encuentro a miles de millas de mi mundo y no saber si algún día
regresaré.”
(……)
“- ¿Quién puede asegurar dónde se
encuentra exactamente la salvación eterna? ¿Quién asegura que no es más lógico
amar a Dios mientras se cazan monos en libertad, que mientras se corta caña
encadenado? El odio a quien nos sojuzga puede conducir muy fácilmente al
rechazo hacia quien tiene el poder de evitar tal vejación y sin embargo no hace
nada por impedirlo.- Dijo el cura.
- ¿Dios?
- ¿Quién si no?
- Extraño cura, a fe mía.
- Hace años dejé de considerarme cura
–puntualizó el mugriento anciano-. Ya no me siento cura, ni sacerdote, ni
misionero, ni tan siquiera siervo de cristo.
- En ese caso, ¿qué hace aquí?
- ¡Y yo qué sé!”
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