“Sólo conservo
del crescendo de la multiintoxicación flashes visuales y algunas impresiones:
cuando quise ir a mear, me equivoqué de puerta y entré a un sitio que debía
servir de almacén o depósito de cadáveres, en tinieblas, donde me tocó la cara
algo que podían ser telarañas y otro elemento, pulposo, de origen desconocido y
tal vez numeroso; Lon Chaney en pleno delirio romántico, bebiendo pis en la
botorra chiruca de una de las arpías; Asti sacándole las inmensas tetazas del
escote a su camarada y chupándoselas con fruición: efectivamente, los pezones
eran como mandos de televisión antigua; cuando por fin atiné con el retrete,
pero me encontré en él a dos de las ninfas atareadas con sus respectivas llagas
–no pude aguantar más, oriné en el desportillado lavabo y ahogué a una
cucaracha-; otra de las arpías, desnuda de cintura para abajo, velluda como un
oso, que danzaba -¡al ritmo de las canciones de Mari Trini!- a medio camino
entre el ballet y el cancán y realizó un grand écart que, como en el chiste
clásico, la dejó pegada por succión a las baldosas del suelo que no conocía fregona;
Asti levantando por encima de la cabeza a Lon Chaney y arrojándola por detrás
de la barra; Milo con el cipotín tieso, atendido por otra de las guarras; la
gorda desnuda por Asti y desparramada sobre la barra como la montaña mágica
tras una carga de dinamita; Lon Chaney que, sorpresas de la vida, bajo el
sudario escondía un cuerpo con tetillas de perra pero grupa más que aceptable,
dejándose lamer el despelujado higo por la menos fea, que guardaba una sorpresa
dentro del pantalón de pocero y después la enculó contra la pared; Asti en
pelota con unas bragas de leopardo en la cabeza que parecían el pellejo
completo del animal, encaramado a la gorda y follándola furiosamente no más de
los sesenta segundos canónicos a pesar de la carga que llevaba encima...”