-Hágame el favor, señor, métase allí y
páseme una cabeza de señora que va a encontrar -pidió al chofer.
Él se
arrastró debajo de los espinos y encontró la cabeza de Nívea que parecía un melón
solitario. La tomó del pelo y salió con ella gateando a cuatro patas. Mientras
el hombre vomitaba apoyado en un árbol cercano, Férula y Clara le limpiaron a
Nívea la tierra y los guijarros que se le habían metido por las orejas, la
nariz y la boca y le acomodaron el pelo, que se le había desbaratado un poco,
pero no pudieron cerrarle los ojos. La envolvieron en un chal y regresaron al
coche.
-¡Apúrese,
señor, porque creo que voy a dar a luz! -dijo Clara al chofer.
Llegaron
justo a tiempo para acomodar a la madre en su cama. Férula se afanó con los
preparativos mientras iba un sirviente a buscar al doctor Cuevas y a la
comadrona. Clara, que con el vapuleo del coche, las emociones de los últimos
días y las pócimas del médico había adquirido la facilidad para dar a luz que
no tuvo con su primera hija, apretó los dientes, se sujetó del palo de mesana y
del trinquete del velero y se dio a la tarea de echar al mundo en el agua mansa de la seda
azul, a Jaime y Nicolás, que nacieron precipitadamente, ante la mirada atenta
de su abuela, cuyos ojos continuaban abiertos observándolos desde la cómoda.
Férula los agarró por turnos del mechón de pelo húmedo que les coronaba la nuca
y los ayudó a salir a tirones con la experiencia adquirida viendo nacer
potrillos y terneros en Las Tres Marías. Antes que llegaran el médico y la
comadrona, ocultó debajo de la cama la cabeza de Nívea, para evitar engorrosas
explicaciones. Cuando éstos llegaron, tuvieron muy poco que hacer, porque la
madre descansaba tranquila y los niños, minúsculos como sietemesinos, pero con
todas sus partes enteras y en buen estado, dormían en brazos de su extenuada
tía.
La cabeza
de Nívea se convirtió en un problema, porque no había donde ponerla para no
estar viéndola. Por fin Férula la colocó dentro de una sombrerera de cuero envuelta
en unos trapos. Discutieron la posibilidad de enterrarla como Dios manda, pero
habría sido un papeleo interminable conseguir que abrieran la tumba para
incluir lo que faltaba y, por otra parte, temían el escándalo si se hacía
pública la forma en que Clara la había encontrado donde los sabuesos
fracasaron. Esteban Trueba, temeroso del ridículo como siempre fue, optó por
una solución que no diera argumentos a las malas lenguas, porque sabía que el
extraño comportamiento de su mujer era el blanco de los chismes.