jueves, 10 de marzo de 2016

LA CASA DE LOS ESPÍRITUS, Isabel Allende

      -Hágame el favor, señor, métase allí y páseme una cabeza de señora que va a encontrar -pidió al chofer.

      Él se arrastró debajo de los espinos y encontró la cabeza de Nívea que parecía un melón solitario. La tomó del pelo y salió con ella gateando a cuatro patas. Mientras el hombre vomitaba apoyado en un árbol cercano, Férula y Clara le limpiaron a Nívea la tierra y los guijarros que se le habían metido por las orejas, la nariz y la boca y le acomodaron el pelo, que se le había desbaratado un poco, pero no pudieron cerrarle los ojos. La envolvieron en un chal y regresaron al coche.

      -¡Apúrese, señor, porque creo que voy a dar a luz! -dijo Clara al chofer.

      Llegaron justo a tiempo para acomodar a la madre en su cama. Férula se afanó con los preparativos mientras iba un sirviente a buscar al doctor Cuevas y a la comadrona. Clara, que con el vapuleo del coche, las emociones de los últimos días y las pócimas del médico había adquirido la facilidad para dar a luz que no tuvo con su primera hija, apretó los dientes, se sujetó del palo de mesana y del trinquete del velero y se dio a la tarea de echar al mundo en el agua mansa de la seda azul, a Jaime y Nicolás, que nacieron precipitadamente, ante la mirada atenta de su abuela, cuyos ojos continuaban abiertos observándolos desde la cómoda. Férula los agarró por turnos del mechón de pelo húmedo que les coronaba la nuca y los ayudó a salir a tirones con la experiencia adquirida viendo nacer potrillos y terneros en Las Tres Marías. Antes que llegaran el médico y la comadrona, ocultó debajo de la cama la cabeza de Nívea, para evitar engorrosas explicaciones. Cuando éstos llegaron, tuvieron muy poco que hacer, porque la madre descansaba tranquila y los niños, minúsculos como sietemesinos, pero con todas sus partes enteras y en buen estado, dormían en brazos de su extenuada tía.


      La cabeza de Nívea se convirtió en un problema, porque no había donde ponerla para no estar viéndola. Por fin Férula la colocó dentro de una sombrerera de cuero envuelta en unos trapos. Discutieron la posibilidad de enterrarla como Dios manda, pero habría sido un papeleo interminable conseguir que abrieran la tumba para incluir lo que faltaba y, por otra parte, temían el escándalo si se hacía pública la forma en que Clara la había encontrado donde los sabuesos fracasaron. Esteban Trueba, temeroso del ridículo como siempre fue, optó por una solución que no diera argumentos a las malas lenguas, porque sabía que el extraño comportamiento de su mujer era el blanco de los chismes.


"EL AMANTE BILINGÜE", Juan Marsé

   
     -Grrrr.... 
  - ¡Muy bonito, hombre! –dijo el otro pasajero, un señor alto y magro-. Lo que faltaba. 
    - Disculpe. 
   - ¿Le parece bonito? –insistió el hombre. 
    - Me siento mal. 
    - Habérselo pensado antes. 
    - ¿El qué? 
    El pasajero tardó un poco en responder. 
    - Yo ya me entiendo –dijo por fin, implacable-. Si uno se siente mal y además está borracho, lo mejor es no subir al autobús. 
    Marés le dio la espalda y vomitó (de nuevo) contra el cristal. Viajó por la avinguda de Pedralbes mirando la noche a través del vómito: luces y lentejas resbalando sobre el cristal. Parece mentira –gruñó el pasajero-, deberían hacerle limpiar eso. Tiene usted razón, señor. Se dejó resbalar él también en su rincón y se instaló sobre sus vómitos. Ya no puedo caer más bajo, se dijo. El pasajero le observaba con una mezcla de conmiseración y de asco, limpiándose los labios con un pañuelo, como si hubiese arrojado él, y no Marés. 

 (……) 

     Se despertó de madrugada a causa de una pesadilla recurrente en la que llamaba a Marés con desespero, instándole urgentemente a que comprara una fregona y un limpiacristales. Sintió náuseas y poco después se encontraba vomitando en el retrete. Cuando terminó de vomitar, se sentó en la tapa del wáter dispuesto a reflexionar un rato sobre su destino. No se le ocurrió nada. Al tirar de la cadena del wáter advirtió que estaba roto el bote sinfónico del depósito, oyó el estruendo del agua, tiró con más fuerza y rompió la cadena. 
     - ¡Vaya! –dijo-. Este manazas de Marés...



miércoles, 2 de marzo de 2016

"LOS PILARES DE LA TIERRA", Ken Follet


      “Tom se inclinó sobre la mesa y habló en voz baja.
      - Dicen que eres una fornicadora –le confesó, esperando que nadie más pudiera oírle.
      - ¿Una fornicadora? –dijo Ellen en voz alta-. ¿Y qué me dices de ti? ¿Acaso esos monjes no saben que para fornicar se necesitan dos?
      Los que estaban sentados cercad de ellos se echaron a reír.
      - ¡Chis! –dijo Tom-. Dicen que tenemos que casarnos.
      Ellen lo miró fijamente.
      - Si eso fuera todo no tendrías esa cara de pocos amigos, Tom. Cuéntame el resto.
      - Quieren que confieses tu pecado.
      - Pervertidos hipócritas –masculló Ellen, asqueada-. Se pasan toda la noche dándose por culo unos a otros y tienen la desfachatez de llamar pecado a lo que hacemos nosotros.
      Se recrudecieron las risas. La gente dejó de hablar para escuchar a Ellen.
      - Baja la voz –le suplicó Tom.
      - Supongo que también querrán que haga penitencia. La humillación forma parte de todo ello. ¿Qué quieren que haga? Vamos, dime la verdad, no puedes mentir a una bruja.
      - ¡No digas eso! –dijo Tom entre dientes-. No harás más que empeorar las cosas.
      - Entonces dímelo.
      - Tendremos que vivir separados durante un año, y tú deberás mantenerte casta...
      - ¡Me meo en ellos! –gritó Ellen.
      Ahora ya todo el mundotes miraba.
      - ¡Y me meo en ti, Tom! –prosiguió Ellen, que se había dado cuenta de que tenía público-. ¡Y también me meo en todos vosotros! –añadió. La mayoría de la gente sonreía. Resultaba difícil ofenderse, tal vez porque estaba encantadora con la cara encendida y los ojos dorados tan abiertos. Se puso en pie-. ¡Y me meo en el priorato de Kingsbridge! –Se subió a la mesa de un salto y recibió una ovación. Empezó a pasear por ella. Los comensales apartaban precipitadamente de su camino los cazos de sopa, y volvían a sentarse, riendo-. ¡Me meo en el prior! –exclamó-. ¡Me meo en el subprior y en el sacristán, en el cantor, en el tesorero y en todas sus escrituras y cartas de privilegios, y en sus cofres llenos de peniques de plata! –Había llegado al final de la mesa. Cerca de ella había otra mesa más pequeña donde solía sentarse alguien para leer en voz alta mientras comían los monjes. Sobre ella había un libro abierto. Ellen saltó a la otra mesa.
      De repente, Tom se dio cuenta de lo que iba a hacer.
      - ¡Ellen! –clamó-. No lo hagas, por favor...!
      - ¡Me meo en la regla de San Benito! –dijo ella a voz en cuello. Luego se recogió las faldas, dobló las rodillas y orinó sobre el libro abierto.
      Los hombres se rieron estrepitosamente, golpearon sobre las mesas, patearon, silbaron y vitorearon. Tom no estaba seguro de si compartían el desprecio de Ellen por la regla de San Benito o sencillamente estaban disfrutando viendo exhibirse a una mujer hermosa. Había algo erótico en su desvergonzada vulgaridad, pero también resultaba excitante ver a alguien burlarse del libro hacia el que los monjes se mostraban tan tediosamente solemnes. Fuera cual fuere la razón, aquello les había encantado.
      Ellen saltó al suelo y echó a correr hacia la puerta entre nutridos aplausos.”


lunes, 29 de febrero de 2016

"ALACRANES EN SU TINTA", Juan Bas


       “Sólo conservo del crescendo de la multiintoxicación flashes visuales y algunas impresiones: cuando quise ir a mear, me equivoqué de puerta y entré a un sitio que debía servir de almacén o depósito de cadáveres, en tinieblas, donde me tocó la cara algo que podían ser telarañas y otro elemento, pulposo, de origen desconocido y tal vez numeroso; Lon Chaney en pleno delirio romántico, bebiendo pis en la botorra chiruca de una de las arpías; Asti sacándole las inmensas tetazas del escote a su camarada y chupándoselas con fruición: efectivamente, los pezones eran como mandos de televisión antigua; cuando por fin atiné con el retrete, pero me encontré en él a dos de las ninfas atareadas con sus respectivas llagas –no pude aguantar más, oriné en el desportillado lavabo y ahogué a una cucaracha-; otra de las arpías, desnuda de cintura para abajo, velluda como un oso, que danzaba -¡al ritmo de las canciones de Mari Trini!- a medio camino entre el ballet y el cancán y realizó un grand écart que, como en el chiste clásico, la dejó pegada por succión a las baldosas del suelo que no conocía fregona; Asti levantando por encima de la cabeza a Lon Chaney y arrojándola por detrás de la barra; Milo con el cipotín tieso, atendido por otra de las guarras; la gorda desnuda por Asti y desparramada sobre la barra como la montaña mágica tras una carga de dinamita; Lon Chaney que, sorpresas de la vida, bajo el sudario escondía un cuerpo con tetillas de perra pero grupa más que aceptable, dejándose lamer el despelujado higo por la menos fea, que guardaba una sorpresa dentro del pantalón de pocero y después la enculó contra la pared; Asti en pelota con unas bragas de leopardo en la cabeza que parecían el pellejo completo del animal, encaramado a la gorda y follándola furiosamente no más de los sesenta segundos canónicos a pesar de la carga que llevaba encima...”




sábado, 16 de febrero de 2013

“EL SEÑOR DE LOS ANILLOS”, J.R.R.Tolkien


      “- Lo lamento –dijo Frodo-; estoy asustado y no siento ninguna lástima por Gollum.
      - No lo has visto –interrumpió Gandalf.
      - No, y no quiero verlo –replicó Frodo-. No puedo entenderte. ¿Quieres decir que tú y los Elfos habéis dejado que siguiera vivo después de todas esas horribles hazañas? Ahora, de cualquier modo, es tan malo como un orco, y además un enemigo. Merece la muerte.
      - La merece, sin duda. Muchos de los que viven merecen morir, y algunos de los que mueren merecen la vida. ¿Puedes devolver la vida? Entonces no te apresures a dispensar la muerte, pues ni el más sabio conoce el fin de todos los caminos.”



“EL HOBBIT”, de J.R.R.Tolkien


            “Allí efectivamente yacía Thorin Escudo de Roble, herido de muchas heridas, y la armadura abollada y el hacha mellada estaban junto a él, en el suelo. Alzó los ojos cuando Bilbo se le acercó.
            - Adios, buen ladrón –dijo-. Parto ahora hacia los salones de espera a sentarme al lado de mis padres, hasta que el mundo sea renovado. Ya que hoy dejo todo el oro y la plata, y voy a donde tienen poco valor, deseo partir en amistad contigo, y me retracto de mis palabras y hechos ante la Puerta.
            Bilbo hincó una rodilla, ahogada por la pena.
            - ¡Adios, Rey bajo la Montaña! –dijo-. Es ésta una amarga aventura, si ha de terminar así; y ni una montaña de oro podría enmendarla. Con todo, me alegro de haber compartido tus peligros: ha sido más de lo que cualquier Bolsón hubiera podido merecer.
            - ¡No! –dijo Thorin-. Hay en ti muchas virtudes que tú mismo ignoras, hijo del bondadoso Oeste. Algo de coraje y algo de sabiduría, mezclados con mesura. Si muchos de nosotros dieran más valor a la comida, la alegría y las canciones que al oro atesorado, éste sería un mundo más feliz. Pero triste o alegre, ahora he de abandonarlo. ¡Adios!
            Entonces Bilbo se volvió y se fue solo.”



jueves, 20 de septiembre de 2012

“EL CONTENIDO DEL SILENCIO”, de Lucía Extebarría



      “Después se enredaron manos, dedos, piernas, brazos, lenguas, todo con una urgencia salvaje. Las yemas de los dedos acariciaban su cuerpo como si estuvieran definiéndolo, trazando sus límites con el mundo exterior. El reprimía un sufrimiento muy intenso en el que no se hundía, sino que, por el contrario, soportaba con todas las fuerzas que le quedaban, al borde de la experiencia culminante que sería la felicidad. Increíble que en aquel grado extremo de desolación y ansiedad, a punto de tocar fondo y de trasponer límites, el cuerpo pudiera aún responder y desear. Y, cuando acariciaba los rizos sedosos y castaños y se abría paso con el dedo índice en el sexo húmedo y tibio que se separaba y le llamaba, comprendía perfectamente por qué ella le deseaba precisamente entonces y no antes, por qué le estaba usando, en busca de un asidero que le permitiera sobrevivir hasta la mañana siguiente, en busca, quién sabe, de liberación o de restitución, y por qué él se dejaba usar: porque existe un grado extremo del sufrimiento en el que pierden sentido todas las nociones lógicas, y en el que lo único que importa es cómo va uno a superar el altísimo muro erizado de cristales en que la noche puede convertirse, gracias a qué extraña y poderosa alquimia seguirá palpitando el pulso de la sangre, cómo se contraerán y se expanderán los pulmones para inhalar y exhalar aire, y si esa magia se concreta en un cuerpo cercano todo vale, y él sentía que toda aquella situación le sobrepasaba y le desbordaba, y sabía que la certeza de la desaparición había abierto diques y derribado murallas, y que ambos eran como dos náufragos que se aferraban  desesperadamente el uno al otro.