miércoles, 2 de marzo de 2016

"LOS PILARES DE LA TIERRA", Ken Follet


      “Tom se inclinó sobre la mesa y habló en voz baja.
      - Dicen que eres una fornicadora –le confesó, esperando que nadie más pudiera oírle.
      - ¿Una fornicadora? –dijo Ellen en voz alta-. ¿Y qué me dices de ti? ¿Acaso esos monjes no saben que para fornicar se necesitan dos?
      Los que estaban sentados cercad de ellos se echaron a reír.
      - ¡Chis! –dijo Tom-. Dicen que tenemos que casarnos.
      Ellen lo miró fijamente.
      - Si eso fuera todo no tendrías esa cara de pocos amigos, Tom. Cuéntame el resto.
      - Quieren que confieses tu pecado.
      - Pervertidos hipócritas –masculló Ellen, asqueada-. Se pasan toda la noche dándose por culo unos a otros y tienen la desfachatez de llamar pecado a lo que hacemos nosotros.
      Se recrudecieron las risas. La gente dejó de hablar para escuchar a Ellen.
      - Baja la voz –le suplicó Tom.
      - Supongo que también querrán que haga penitencia. La humillación forma parte de todo ello. ¿Qué quieren que haga? Vamos, dime la verdad, no puedes mentir a una bruja.
      - ¡No digas eso! –dijo Tom entre dientes-. No harás más que empeorar las cosas.
      - Entonces dímelo.
      - Tendremos que vivir separados durante un año, y tú deberás mantenerte casta...
      - ¡Me meo en ellos! –gritó Ellen.
      Ahora ya todo el mundotes miraba.
      - ¡Y me meo en ti, Tom! –prosiguió Ellen, que se había dado cuenta de que tenía público-. ¡Y también me meo en todos vosotros! –añadió. La mayoría de la gente sonreía. Resultaba difícil ofenderse, tal vez porque estaba encantadora con la cara encendida y los ojos dorados tan abiertos. Se puso en pie-. ¡Y me meo en el priorato de Kingsbridge! –Se subió a la mesa de un salto y recibió una ovación. Empezó a pasear por ella. Los comensales apartaban precipitadamente de su camino los cazos de sopa, y volvían a sentarse, riendo-. ¡Me meo en el prior! –exclamó-. ¡Me meo en el subprior y en el sacristán, en el cantor, en el tesorero y en todas sus escrituras y cartas de privilegios, y en sus cofres llenos de peniques de plata! –Había llegado al final de la mesa. Cerca de ella había otra mesa más pequeña donde solía sentarse alguien para leer en voz alta mientras comían los monjes. Sobre ella había un libro abierto. Ellen saltó a la otra mesa.
      De repente, Tom se dio cuenta de lo que iba a hacer.
      - ¡Ellen! –clamó-. No lo hagas, por favor...!
      - ¡Me meo en la regla de San Benito! –dijo ella a voz en cuello. Luego se recogió las faldas, dobló las rodillas y orinó sobre el libro abierto.
      Los hombres se rieron estrepitosamente, golpearon sobre las mesas, patearon, silbaron y vitorearon. Tom no estaba seguro de si compartían el desprecio de Ellen por la regla de San Benito o sencillamente estaban disfrutando viendo exhibirse a una mujer hermosa. Había algo erótico en su desvergonzada vulgaridad, pero también resultaba excitante ver a alguien burlarse del libro hacia el que los monjes se mostraban tan tediosamente solemnes. Fuera cual fuere la razón, aquello les había encantado.
      Ellen saltó al suelo y echó a correr hacia la puerta entre nutridos aplausos.”


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