“Tom se inclinó
sobre la mesa y habló en voz baja.
- Dicen que eres
una fornicadora –le confesó, esperando que nadie más pudiera oírle.
- ¿Una
fornicadora? –dijo Ellen en voz alta-. ¿Y qué me dices de ti? ¿Acaso esos
monjes no saben que para fornicar se necesitan dos?
Los que estaban
sentados cercad de ellos se echaron a reír.
- ¡Chis! –dijo
Tom-. Dicen que tenemos que casarnos.
Ellen lo miró
fijamente.
- Si eso fuera
todo no tendrías esa cara de pocos amigos, Tom. Cuéntame el resto.
- Quieren que
confieses tu pecado.
- Pervertidos
hipócritas –masculló Ellen, asqueada-. Se pasan toda la noche dándose por culo
unos a otros y tienen la desfachatez de llamar pecado a lo que hacemos
nosotros.
Se recrudecieron
las risas. La gente dejó de hablar para escuchar a Ellen.
- Baja la voz
–le suplicó Tom.
- Supongo que
también querrán que haga penitencia. La humillación forma parte de todo ello.
¿Qué quieren que haga? Vamos, dime la verdad, no puedes mentir a una bruja.
- ¡No digas eso!
–dijo Tom entre dientes-. No harás más que empeorar las cosas.
- Entonces
dímelo.
- Tendremos que
vivir separados durante un año, y tú deberás mantenerte casta...
- ¡Me meo en
ellos! –gritó Ellen.
Ahora ya todo el mundotes miraba.
- ¡Y me meo en
ti, Tom! –prosiguió Ellen, que se había dado cuenta de que tenía público-. ¡Y
también me meo en todos vosotros! –añadió. La mayoría de la gente sonreía.
Resultaba difícil ofenderse, tal vez porque estaba encantadora con la cara
encendida y los ojos dorados tan abiertos. Se puso en pie-. ¡Y me meo en el
priorato de Kingsbridge! –Se subió a la mesa de un salto y recibió una ovación.
Empezó a pasear por ella. Los comensales apartaban precipitadamente de su
camino los cazos de sopa, y volvían a sentarse, riendo-. ¡Me meo en el prior!
–exclamó-. ¡Me meo en el subprior y en el sacristán, en el cantor, en el
tesorero y en todas sus escrituras y cartas de privilegios, y en sus cofres
llenos de peniques de plata! –Había llegado al final de la mesa. Cerca de ella
había otra mesa más pequeña donde solía sentarse alguien para leer en voz alta
mientras comían los monjes. Sobre ella había un libro abierto. Ellen saltó a la
otra mesa.
De repente, Tom
se dio cuenta de lo que iba a hacer.
- ¡Ellen!
–clamó-. No lo hagas, por favor...!
- ¡Me meo en la
regla de San Benito! –dijo ella a voz en cuello. Luego se recogió las faldas,
dobló las rodillas y orinó sobre el libro abierto.
Los hombres se
rieron estrepitosamente, golpearon sobre las mesas, patearon, silbaron y
vitorearon. Tom no estaba seguro de si compartían el desprecio de Ellen por la
regla de San Benito o sencillamente estaban disfrutando viendo exhibirse a una
mujer hermosa. Había algo erótico en su desvergonzada vulgaridad, pero también
resultaba excitante ver a alguien burlarse del libro hacia el que los monjes se
mostraban tan tediosamente solemnes. Fuera cual fuere la razón, aquello les
había encantado.
Ellen saltó al
suelo y echó a correr hacia la puerta entre nutridos aplausos.”
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