“Después se enredaron manos, dedos, piernas, brazos, lenguas, todo con
una urgencia salvaje. Las yemas de los dedos acariciaban su cuerpo como si estuvieran definiéndolo, trazando sus límites con el mundo exterior. El
reprimía un sufrimiento muy intenso en el que no se hundía, sino que, por el
contrario, soportaba con todas las fuerzas que le quedaban, al borde de la experiencia culminante que sería la felicidad. Increíble que en
aquel grado extremo de desolación y ansiedad, a punto de tocar fondo y de
trasponer límites, el cuerpo pudiera aún responder y desear. Y, cuando
acariciaba los rizos sedosos y castaños y se abría paso con el dedo índice en el sexo
húmedo y tibio que se separaba y le llamaba, comprendía perfectamente por qué
ella le deseaba precisamente entonces y no antes, por qué le estaba usando, en busca de un asidero que le permitiera sobrevivir hasta la
mañana siguiente, en busca, quién sabe, de liberación o de restitución, y por
qué él se dejaba usar: porque existe un grado extremo del sufrimiento en el que pierden sentido todas las nociones lógicas, y en el que lo único que importa es
cómo va uno a superar el altísimo muro erizado de cristales en que la noche
puede convertirse, gracias a qué extraña y poderosa alquimia seguirá palpitando
el pulso de la sangre, cómo se contraerán y se expanderán los pulmones para inhalar y exhalar aire, y si esa magia se concreta en un
cuerpo cercano todo vale, y él sentía que toda aquella situación le sobrepasaba
y le desbordaba, y sabía que la certeza de la desaparición había abierto diques
y derribado murallas, y que ambos eran como dos náufragos que se aferraban desesperadamente el uno al otro.”
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